La lectura en El País de una entrevista a Robin Lane Fox, autor de Alejandro Magno. Conquistador del mundo (Acantilado), me ha animado a dedicar un post a esta gran figura de la antigüedad y, especialmente, a la ciudad egipcia que fue fundada por este faraón macedonio y que recibió de él su nombre.
La estancia de Alejandro en Egipto fue breve pero trascendente. Entró en el país por Pelusio, a donde llegó muy avanzado el mes de diciembre del 332 a.C., y abandonó el país en la primavera del año siguiente. En apenas cuatro meses, Alejandro dejó una huella imborrable en la historia de Egipto, ya que allí fue aclamado como hijo de Zeus-Amón,y fundó la más famosa de las ciudades que llevan su nombre, la que se convertiría décadas después en la más poblada y monumental ciudad del Mediterráneo.
En la franja costera por encima del lago Mareotis y frente a la isla de Faro, Alejandro creyó encontrar el lugar idóneo para la constucción de una ciudad que sería un gran puerto comercial y, a la vez, una capital marinera para el reino de Egipto, una ciudad abierta al Mediterráneo y a sus gentes, de calles amplias y rectas, con bellos monumentos. Aquel emplazamiento parecía ideal, fácil de defender y conectado, por los brazos del Nilo, con Menfis y las principales ciudades de Egipto. Además, a poca distancia, la isla de Faro podía servir de rompeolas. Por todos esos motivos, Alejandro ordenó al arquitecto Dinócrates que levantara allí la ciudad.
A ella volvería ya muerto y, en un fastuoso templo, la Tumba de Alejandro, reposó y recibió culto como héroe fundador y ser divino durante siglos. A finales del siglo IV d.C. ya había desaparecido el rastro de la tumba y, de momento, no se ha localizado ningún vestigio de la misma.